El problema no es el festejo en sí. Lejos estamos de cercenar y censurar la diversión de nuestros jóvenes. Lo grave es que estos acontecimientos generalmente vienen acompañados por el uso (y abuso) de alcohol como común denominador y los riesgos que eso conlleva. Y frente a esto, como sociedad ya no podemos ni debemos seguir siendo espectadores pasivos de un ciclo autolesivo que se inicia cada vez a edades más tempranas, más prematuras, y que cuenta con un grado de tolerancia social cada vez mayor.
En este escenario cada vez más complejo, en el que las normas que prohíben el expendio de bebidas alcohólicas a menores son pasadas por alto, en el que la publicidad con promesas de bienestar nos bombardean incesantemente sin distingos de horarios, y en el que los límites se han difuminado hasta su cuasi extinción, escasean las herramientas para abordar, de forma integral, el problema del consumo de alcohol durante la adolescencia.
Quizás sea una interpretación personal, pero me animo a inferir que una gran mayoría de quienes trabajamos en esta problemática hace años sentimos que estamos siempre reinventando la pólvora, redescubriendo la rueda. Y que fruto de ese movimiento cuasi en círculos, como perro que pretende atraparse la cola (sin lograrlo), es escaso lo que se ha avanzado en estos últimos años en el ámbito preventivo y en lo relacionado al uso y abuso de alcohol entre niños, niñas y adolescentes.
Para reforzar esta hipótesis, la evidencia estadística acumulada en veinte años demuestra la ineficacia del conjunto de políticas públicas que debieran haber servido para frenar esta epidemia que va dejando huellas invisibles en toda una generación, deteriorando la capacidad cognitiva e intelectual de los jóvenes, y que tendrá, indudablemente, un impacto negativo en el corto plazo en las habilidades sociales de todo un conjunto poblacional. La realidad es que los jóvenes siempre tomaron. No es nuevo esto. Lo que cambió es la modalidad de ingesta: ahora beben bebidas blancas hasta la intoxicación, hasta el quiebre. Y no miden los riesgos.
Días pasados leí un interesante artículo de Gabriela Richard sobre dualismos, paradigmas en pugna y el techo de cristal que limita la posibilidad de progresos en lo que respecta al trabajo en prevención y tratamiento de conductas adictivas, y que me ayudó a reflexionar sobre esta sensación de estar operando siempre con un tope invisible, con un límite intangible en nuestras intervenciones, quizás un callejón sin salida en el que a veces, hastiados de escuchar a los adalides y pregoneros del libre uso de drogas, se mezclan la impotencia con la desesperanza.
Claro que es mucho más sencillo no intervenir. Hacernos bajar los brazos es justamente lo que buscan quienes sostienen que la “guerra a las drogas” y la prohibición ha fracasado, que el uso de alcohol, marihuana y otras sustancias es un desenlace inevitable en todos los jóvenes, y que lo mejor que se puede hacer es apuntalar las intervenciones que reducen los daños y los riesgos asociados y dejar de decir “no”. En el ámbito de problema de las drogas, el prohibicionismo y el abolicionismo siempre funcionaron cual placas tectónicas en permanente movimiento y colisión. Si todo es absoluto, si todo es blanco o negro, las respuestas siempre se dan desde uno u otro polo. Entonces si un paradigma "fracasa", hay que reemplazarlo por su opuesto, sin posibilidad de hallar una tercera posición que rompa esta dicotomía. Esto es un buen ejemplo de cómo funciona el debate de políticas públicas en el marco de paradigmas binarios absolutos, en los cuales o todo sirve o nada sirve. Con el aborto sucede algo similar.
Otra enorme dificultad a vencer es que fruto de estos posicionamientos torcidos y contradictorios, los mismos chicos hoy ubican el consumo de alcohol en el plano de los derechos adquiridos, y lo equiparan a la posibilidad que hoy les da la ley de obtener la licencia de conducir o de votar. De boca de ciertos actores del sistema educativo escuché el asombroso pregón de que los alumnos son una suerte de víctimas de la sociedad de consumo, que lo importante es reforzar la noción de los consumos no problemáticos (a pesar de que siempre lo son en esta población vulnerable), que hay que encaminar el mensaje hacia lo no punitivo y lo no sancionatorio, y que se deben estimular las prácticas de cuidado entre pares (por supuesto que sí, pero siempre destacando que hay adultos presentes e involucrados, no chicos en absoluta soledad cuidándose entre ellos). O en palabras del mismo ministro de Educación nacional, que no se puede estar persiguiendo y criminalizando a un adolescente porque fuma marihuana, y que se debe avanzar hacia la legalización “porque en Uruguay funciona” .
¿Persecusión? ¿Criminalización? ¿Legalización? Todo este cúmulo de conceptos, tirados al aire para el aplauso tribunero, es usado por los mismos chicos para blindar el sistema de creencias que regula su comportamiento social, los códigos que comparten entre pares, los valores que validan el ser y el pertenecer a un grupo, y todo aquello que ellos dan por verdadero por más que sea falso. El discurso es una manifestación preponderantemente ideológica. Los imaginarios que se construyen y deconstruyen a raíz de estas manifestaciones tienen más peso que las normas, porque son mojones invisibles de conducta socialmente aceptados o tolerados por los demás. No interesa si el sustento de esos comportamientos surge de un mito, de una falacia o de una posverdad. Una vez que sedimentan y echan raíces, desarraigarlos para devolverle el sentido a las cosas exige desandar el mismo e idéntico camino previo.
La desesperanza de la inevitabilidad del consumo también se capilariza desde los medios de comunicación. El enfoque negativo es el valor noticia de los acontecimientos que tienen a los adolescentes y sus celebraciones estudiantiles como principales protagonistas. ¿Cómo no suponer que todos los estudiantes toman alcohol, se drogan y se emborrachan en su UPD, si lo único que multiplican los medios es justamente ese tipo de prácticas disvaliosas?
Creo que una buena manera de empezar a resquebrajar ese techo de cristal, que a muchos hace creer que nada puede cambiar y que todo está perdido, es empezar a visibilizar lo bueno, lo valioso, lo virtuoso, lo esperanzador.
La semana pasada tuve la satisfacción de acompañar a los alumnos de sexto del colegio Nuestra Señora de Luján de la ciudad de Chascomús en su Último Primer Día. Lo celebraron en el Hogar de Ancianos municipal, con un desayuno y un momento de recreación con los abuelos y abuelas que residen en la institución. Estos chicos se animaron a transformar una costumbre dañina y peligrosa para sí mismos y para terceros en un acto de solidaridad, que merece ser replicado porque aporta valor, porque rompe moldes. Seguramente no fueron los únicos que lo hicieron. Seguramente existieron decenas de casos similares en otros puntos de nuestro país en los que alcohol y diversión no fueron la regla. Pero lamentablemente no podemos saberlo, porque para los cánones periodísticos “la mala noticia es buena noticia”.
Artículo publicado en INFOCIELO
Quizás sea una interpretación personal, pero me animo a inferir que una gran mayoría de quienes trabajamos en esta problemática hace años sentimos que estamos siempre reinventando la pólvora, redescubriendo la rueda. Y que fruto de ese movimiento cuasi en círculos, como perro que pretende atraparse la cola (sin lograrlo), es escaso lo que se ha avanzado en estos últimos años en el ámbito preventivo y en lo relacionado al uso y abuso de alcohol entre niños, niñas y adolescentes.
Para reforzar esta hipótesis, la evidencia estadística acumulada en veinte años demuestra la ineficacia del conjunto de políticas públicas que debieran haber servido para frenar esta epidemia que va dejando huellas invisibles en toda una generación, deteriorando la capacidad cognitiva e intelectual de los jóvenes, y que tendrá, indudablemente, un impacto negativo en el corto plazo en las habilidades sociales de todo un conjunto poblacional. La realidad es que los jóvenes siempre tomaron. No es nuevo esto. Lo que cambió es la modalidad de ingesta: ahora beben bebidas blancas hasta la intoxicación, hasta el quiebre. Y no miden los riesgos.
Días pasados leí un interesante artículo de Gabriela Richard sobre dualismos, paradigmas en pugna y el techo de cristal que limita la posibilidad de progresos en lo que respecta al trabajo en prevención y tratamiento de conductas adictivas, y que me ayudó a reflexionar sobre esta sensación de estar operando siempre con un tope invisible, con un límite intangible en nuestras intervenciones, quizás un callejón sin salida en el que a veces, hastiados de escuchar a los adalides y pregoneros del libre uso de drogas, se mezclan la impotencia con la desesperanza.
Claro que es mucho más sencillo no intervenir. Hacernos bajar los brazos es justamente lo que buscan quienes sostienen que la “guerra a las drogas” y la prohibición ha fracasado, que el uso de alcohol, marihuana y otras sustancias es un desenlace inevitable en todos los jóvenes, y que lo mejor que se puede hacer es apuntalar las intervenciones que reducen los daños y los riesgos asociados y dejar de decir “no”. En el ámbito de problema de las drogas, el prohibicionismo y el abolicionismo siempre funcionaron cual placas tectónicas en permanente movimiento y colisión. Si todo es absoluto, si todo es blanco o negro, las respuestas siempre se dan desde uno u otro polo. Entonces si un paradigma "fracasa", hay que reemplazarlo por su opuesto, sin posibilidad de hallar una tercera posición que rompa esta dicotomía. Esto es un buen ejemplo de cómo funciona el debate de políticas públicas en el marco de paradigmas binarios absolutos, en los cuales o todo sirve o nada sirve. Con el aborto sucede algo similar.
Otra enorme dificultad a vencer es que fruto de estos posicionamientos torcidos y contradictorios, los mismos chicos hoy ubican el consumo de alcohol en el plano de los derechos adquiridos, y lo equiparan a la posibilidad que hoy les da la ley de obtener la licencia de conducir o de votar. De boca de ciertos actores del sistema educativo escuché el asombroso pregón de que los alumnos son una suerte de víctimas de la sociedad de consumo, que lo importante es reforzar la noción de los consumos no problemáticos (a pesar de que siempre lo son en esta población vulnerable), que hay que encaminar el mensaje hacia lo no punitivo y lo no sancionatorio, y que se deben estimular las prácticas de cuidado entre pares (por supuesto que sí, pero siempre destacando que hay adultos presentes e involucrados, no chicos en absoluta soledad cuidándose entre ellos). O en palabras del mismo ministro de Educación nacional, que no se puede estar persiguiendo y criminalizando a un adolescente porque fuma marihuana, y que se debe avanzar hacia la legalización “porque en Uruguay funciona” .
La desesperanza de la inevitabilidad del consumo también se capilariza desde los medios de comunicación. El enfoque negativo es el valor noticia de los acontecimientos que tienen a los adolescentes y sus celebraciones estudiantiles como principales protagonistas. ¿Cómo no suponer que todos los estudiantes toman alcohol, se drogan y se emborrachan en su UPD, si lo único que multiplican los medios es justamente ese tipo de prácticas disvaliosas?
Creo que una buena manera de empezar a resquebrajar ese techo de cristal, que a muchos hace creer que nada puede cambiar y que todo está perdido, es empezar a visibilizar lo bueno, lo valioso, lo virtuoso, lo esperanzador.
La semana pasada tuve la satisfacción de acompañar a los alumnos de sexto del colegio Nuestra Señora de Luján de la ciudad de Chascomús en su Último Primer Día. Lo celebraron en el Hogar de Ancianos municipal, con un desayuno y un momento de recreación con los abuelos y abuelas que residen en la institución. Estos chicos se animaron a transformar una costumbre dañina y peligrosa para sí mismos y para terceros en un acto de solidaridad, que merece ser replicado porque aporta valor, porque rompe moldes. Seguramente no fueron los únicos que lo hicieron. Seguramente existieron decenas de casos similares en otros puntos de nuestro país en los que alcohol y diversión no fueron la regla. Pero lamentablemente no podemos saberlo, porque para los cánones periodísticos “la mala noticia es buena noticia”.
Artículo publicado en INFOCIELO