Comparto columna de opinión publicado en el portal Martín Fierro, en el que expongo que la llegada del nuevo pontífice abre un frente de esperanza para quienes se desempeñan en el abordaje del problema de las drogas.
Durante un par de meses he ido postergando la intención de sentarme a escribir un par de líneas introductorias referidas a una de las problemáticas sociales que más nos alarma: las drogas. Años de trabajo y experiencia en este terreno me impulsan a la (humilde) pretensión de dar visibilidad comunitaria al fenómeno, de explicarlo, de tratar de mostrarlo desde las múltiples facetas y aristas que lo conforman, de generar prevención y tejer puentes a través de mis palabras.
Fijar conceptos dispersos. Ayudar a la comprensión de que no todo consumidor es un adicto, o que no todo adicto es un delincuente. Entender que detrás de una persona que depende de una sustancia hay un hermano que pide ayuda en silencio. Instar a trabajar en la reconstrucción de las redes de contención social que se constituyen en factores de riesgo o de protección, según el caso. Erradicar la tolerancia social y el imaginario de inocuidad de ciertas drogas.
Demostrar desde la evidencia empírica y científica las graves consecuencias, tanto personales como sociales, que trae aparejado el consumo de sustancias psicoactivas. Alertar a los padres sobre el abuso de alcohol entre nuestros jóvenes, evidenciar los daños neuronales que se generan en cerebros en plena maduración, y empezar a preocuparnos en serio por estos excesos cada vez más aceptados. Refutar las fantasías del falso progresismo, que pretenden imponer el derecho a la autonomía del autodaño, y señalar que como criaturas de Dios no puede existir semejante posibilidad. Conceptos dispersos…
Insisto. La idea de redactar esta breve columna sobre drogas venía postergándose, con el riesgo de quedarme en una potencialidad permanente. A menudo, metrallas de realidad me sacuden, me conmueven y me motivan nuevamente al compromiso de hablar sobre drogas. Justamente ayer, en las cercanías de la estación de tren, un muchacho aspiraba pegamento sentado entre cartones y botellas. Una postal que, para muchos, ya no sorprende, ya no conmueve. Comienzo a temer por la victoria de la indiferencia social, cuyo síntoma principal es el acostumbramiento a mirar la vida con las cuencas vacías y el corazón en piloto automático.
Frente a un escenario de ruptura y fragmentación, de sentimientos pétreos, la llegada de Francisco ciertamente me ha movilizado. Un hombre que ha caminado las villas, que sabe del sufrimiento de los más desposeídos y marginados. Un hombre que desde siempre, y repitiendo el gesto que Jesucristo tuvo con los discípulos en la Última Cena, acostumbró arrodillarse frente a los jóvenes adictos y lavar sus pies. La cotidianeidad de Bergoglio entre nosotros estuvo dominada por esta entrega, por este compromiso, por este ejemplo de vida.
Mi columna va tomando forma y sentido. Mi cercanía con el grupo de curas que desempeña su labor pastoral en nuestras villas, mi amistad con el querido padre “Pepe” Di Paola, y el respaldo permanente del nuevo Papa al movimiento de curas villeros me hacen sentir (humildemente) muy próximo a nuestro Santo Padre en esta tarea de profundo compromiso.
Sucede que para quienes trabajamos en el tema de las adicciones, saber que desde ahora tenemos en Roma un enorme aliado en la lucha nos exige redoblar esfuerzos, nos intima a sembrar semillas y difundir la palabra.
Creo que nadie puede ser indiferente a la llegada de un nuevo Pontífice. Siempre algo genera, hasta en los no creyentes o escépticos. Pero siento que esta vez, como nunca antes, la invitación a mirar la ciudad con ojos cálidos y el corazón flameante nos golpea, con ternura e insistencia, la puerta de nuestros hogares.
Durante un par de meses he ido postergando la intención de sentarme a escribir un par de líneas introductorias referidas a una de las problemáticas sociales que más nos acucia: las drogas. Hasta hoy, hasta este punto. Seguido.